El sastrecillo valiente o Siete de un golpe es el cuento de hadas número 20 de la colección Cuentos de la infancia y del hogar de los hermanos Grimm, escritores y filólogos alemanes célebres por sus cuentos para niños.

No hace mucho tiempo que existía un
humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su
costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen
humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle
una campesina que gritaba:
-¡Rica mermeladaaaa… Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
-¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a
cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos.
Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
-Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas,
muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por
eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
-¡Vaya! -exclamo el sastrecito, frotándose las manos-. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su
gusto. «Parece que no sabrá mal,» se dijo. «Pero antes de probarla,
terminaré esta chaqueta.»
Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta
donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose
atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
-¡Eh, quién las invitó a ustedes! -dijo el sastrecito, tratando de
espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían
su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada
vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del
hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a
servirles!,» descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y
otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había
aniquilado a veinte.
«¡De lo que soy capaz!,» se dijo, admirado de su propia audacia. «La
ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el
sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó
en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
«¡Qué digo la ciudad!,» añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido
de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de
marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo
que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se
guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había
enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que
acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era
ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto,
se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando
pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
-¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me
voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
-¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
-¿Ah, sí? -contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le
enseñó el cinturón–¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres
derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos
modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta
sacarle unas gotas de agua.
-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!
-¿Nada más que eso? -contestó el sastrecito-. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal
cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto
que la vista apenas podía seguirla.
-Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
-Un buen tiro -dijo el sastre-, aunque la piedra volvió a caer a tierra.
Ahora verás -y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El
pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de
vista.
-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecito.
-Tirar, sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar
alguna carga digna de este nombre-y llevando al sastrecito hasta un
inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo-: Ya que te las
das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
-Con gusto -respondió el sastrecito-. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre
una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar
también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de
lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A
caballo salieron los tres sastres,» como si la tarea de cargar árboles
fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos,
como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
-¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando
mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol
hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las
cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y
en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición,
arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin
hacerse daño, y el gigante le dijo:
-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
-No es que me falte fuerza -respondió el sastrecito-. ¿Crees que
semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que
salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo
disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo
que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces
el gigante:
-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la
caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno
tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El
sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que
mi taller.»
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama,
sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez
de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo
el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y,
empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre
la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había
despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los
gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al
bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de
costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba
a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por
delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como
se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba
así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par
todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora
que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería
un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno
debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le
complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese
una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia
junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos,
le comunicó la proposición del rey.
-Justamente he venido con ese propósito -contestó el sastrecito-. Estoy
dispuesto a servir al rey -así que lo recibieron honrosamente y le
prepararon toda una residencia para él solo.
Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
-¿En qué parará todo esto? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él
y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí
quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
-No estamos preparados -le dijeron- para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder
tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al
sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se
atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y
luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y,
al fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como
era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos
gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios
y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de
muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes,
recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa.
Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno
le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no
sucede todos los días.» Así que contestó:
-Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me
hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no
tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes.
Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y
siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban
durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se
balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió
especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al
árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo
encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues
no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra,
despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un
empujón a su compañero y le dijo:
-¿Por qué me pegas?
-Estás soñando -respondió el otro-. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?
-Yo no te he tirado nada -gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron
las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito
volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró
con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
-¡Esto ya es demasiado! -vociferó furioso. Y saltando como un loco,
arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el
árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le
pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron
de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro
hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el
sastrecito.
«Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba,» se dijo, «pues
habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros
los sastres somos livianos.»
Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho.
Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:
-Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura.
Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a
un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.
-No piensen tal cosa -dijo el sastrecito-. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí
encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su
alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida;
pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del
héroe.
-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le
dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre
un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecito–Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo
embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único
cuerno.
-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio
estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el
unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco
tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó
prisionero.
«¡Ya cayó el pajarito!,» dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol.
Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y
llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un
tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría
que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes
daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
-¡No faltaba más! -dijo el sastrecito-. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos,
pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones,
que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos
colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo,
cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla
que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana
del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se
abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la
vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida
bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a
su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los
cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y
la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono.»
Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.